Han transcurrido quinientos años, casi día por día, desde la fecha en que un gran ejército cristiano, integrado a la vez por unidades castellanas y navarras, también de Aragón y Portugal, arremetió al galope, sobre la meseta intramontana de las Navas de Tolosa, en el corazón de Sierra Morena, contra la hueste de los almohades, más numerosa y en cómoda posición defensiva, a cuyo frente se hallaba el Miramamolín (Amir al-Muminin) al-Nasir.

Esta obra, que fue depositada por el Museo del Prado en 1878 en el Palacio del Senado de España, representa la batalla de las Navas de Tolosa que se libró el día 16 de Julio de 1212.Y es conocida también como la batalla de los tres reyes, ya que en ella combatieron los monarcas Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra.
Se llegaba así, en esa memorable jornada del 16 de julio de 1212, al momento decisivo de un proceso iniciado dos años antes, cuando el rey castellano Alfonso VIII (1158-1214) se negó a renovar las treguas acordadas tiempo atrás con los norteafricanos. Fue una decisión valiente, inspirada en un doble designio: buscar desquite de la derrota ominosa que le había infligido diecisiete años antes, en Alarcos, el padre de Al-Nasir, Yaqub al-Mansur, y tomar la iniciativa frente al poderío de de los almohade, en su apogeo a la sazón desde que habían obligado a los cristianos a retroceder hasta la línea del Tajo, al igual que lo hicieran sus antecesores en el cometido de la yihad un siglo antes, los almorávides, cuando derrotaron en Uclés a Alfonso VI.
La rota sangrienta de Alarcos (1195) se debió, al decir de las fuentes, a la precipitación del entonces joven Alfonso VIII, que desencadenó la lucha cuando aún no se habían concentrado todas las fuerzas cristianas. Rodrigo Jiménez de Rada, navarro de nacimiento y por entonces arzobispo de Toledo, gran cronista de aquellos episodios, promotor muy principal el mismo de la empresa de Las Navas pues recabó con insistencia y eficacia la colaboración de los reyes hispánicos y de caballeros de ultrapuertos, y también para ella el rango de Cruzada, que le fue otorgado por el papa Inocencio III, señaló respecto del rey Alfonso que, desde años atrás, “andaba meditando sobre la batalla de Alarcos en lo más profundo de su corazón”, pues “soportaba a duras penas, aunque con inteligencia, el deshonor de aquella derrota”, y “anhelaba morir por la fe de Cristo”.
A lo largo de la reconquista las escaramuzas fueron continuas, pero se evitó en lo posible las confrontaciones masivas en lid campal, siempre azarosas: en los siglos XI y XII sólo se celebraron tres grandes batallas -Sagrajas o Zalaca en 1086, Uclés en 1108, y la citada de Alarcos-, las tres adversas a los cristianos. Un rasgo singular de Las Navas radica en que la batalla fue el objetivo primordial de un proyecto que Alfonso VIII persiguió con denuedo por los motivos citados. El riesgo asumido por el monarca castellano fue enorme, en consonancia con la magnitud del victorioso desenlace.
No resultó fácil obtener el concurso de los restantes príncipes cristianos pues menudeaban los conflictos entre ellos, en el contexto entonces de la denominada España de los cinco reinos. Pedro II de Aragón (1196-1213) se mostró entusiasta y obtuvo ayuda financiera del rey de Navarra, Sancho VII el Fuerte (1194-1234), que actuaba de “banquero” de reinos; Alfonso II de Portugal, en pleno conflicto interno y enfrentado al rey de León, no pudo participar, pero sí lo hizo un contingente importante de caballeros portugueses. El rey navarro se mostró remiso al principio, circunsta
ncia comprensible si se tiene en cuenta que, años atrás, Alfonso VIII había incorporado a Castilla, en detrimento suyo, Álava y Guipúzcoa: su decisión final fue un gesto de entrega generosa, ajeno a intereses inmediatos. El caso del rey de León, Alfonso IX, primo hermano de Alfonso VIII, fue el más doloroso: se opuso a la empresa e, inclusive, actuó durante la campaña sobre la zona fronteriza con Castilla, en Tierra de Campos. Las fuertes tensiones entre ambos procedían de la desafortunada división de reinos efectuada por Alfonso VII el Emperador cuando le tocó morir, en 1157.
La expedición partió de Toledo el 20 de junio. El ejército cristiano, en su avance hacia el sur, ocupó varias plazas –Malagón, Calatrava, Alarcos, Benavente, Piedrabuena y Caracuel-. El calor del estío y también, al parecer, la decisión de ocupar Calatrava mediante capitulación, sin saqueo, movieron a una parte principal de los cruzados francos a emprender la retirada.
El 11 julio la vanguardia cristiana, dirigida por el Señor de Vizcaya Diego López de Haro, con sus adalides y batidores, se apoderaba de las alturas del puerto de Muradal y, desde allí, avistó al ejército almohade que, procedente de Sevilla, había ocupado el abrupto desfiladero de Losa y disfrutaba de una posición eminente. La situación de los cristianos se ofrecía dramática: cargar en esas circunstancias era un suicidio y retroceder en busca de un escenario distinto resultaba también muy peligroso; así lo entendía el sultán almohade, cuyo plan consistía en exterminar a los infieles durante su retirada. Sucedía, en efecto, que los cristianos tenían grandes dificultades para abastecerse, lejos de sus bases, lo que no le sucedía a los almohades.
Así las cosas, el 14 de julio, un providencial pastor señaló a los cristianos una recóndita senda que les permitió desplazarse con rapidez a la Mesa del Rey, sin que los almohades se percataran, situándose así frente a su campamento, ahora en posición táctica equiparable a la suya. Los estudios de Carlos Vara y García Fitz sitúan la composición del ejército cruzado en torno a los 12.000 hombres y en el doble la del ejército musulmán. Son cifras más reducidas que las de estimaciones anteriores. Sea lo que fuere, nunca se habían reunido ejércitos de ese volumen en la España medieval.
La hueste cristiana se lanzó al ataque el citado 16 de julio, en tres cuerpos al mando de cada uno de los reyes, siguiendo la táctica clásica de la carga masiva de caballería. El sistema funcionó bien y los almohades, al contrario de lo sucedido en Alarcos, no dispusieron de espacio para desarrollar su modo de acción característico, basado en la movilidad –la huida fingida o tornafuy, seguida de maniobras envolventes-. Los ataques de la vanguardia y segunda línea cristianas funcionaron correctamente, si bien en un determinado momento pareció que su impulso era absorbido por la formación almohade. Esta vez, Alfonso VIII no se precipitó y el avance de la retaguardia cristiana se realizó acompasadamente, hasta la desbandada final del ejército musulmán. Un episodio decisivo, del que fueron protagonistas Sancho VII y sus doscientos caballeros navarros, fue el asalto al palenque que protegía a la qubba o tienda roja del emir, de valor simbólico, rodeada de estacas y cadenas y defendida por esclavos negros y los llamados imesebelen -consagrados o devoti norteafricanos-. Las cadenas que el monarca navarro se llevó a modo de trofeo, se exhiben en Roncesvalles e integran, como es universalmente conocido, el escudo del reino de Navarra. Desde 1512 son parte también de los cuarteles que forman el de la Corona española.
Las consecuencias de la batalla de Las Navas fueron inmensas. Consagró el control cristiano sobre la submeseta meridional, por el que venía peleándose con enorme dureza desde hacia ciento veinticinco años, y provocó el declinar del imperio almohade. A medio plazo hizo posible la reconquista de Guadalquivir, que llevaría a cabo Fernando III el Santo.
Las Navas de Tolosa son hoy, como entonces, un abrupto y vistoso espacio serrano, al que se accede desde Despeñaperros. Una visita merece la pena: el paisaje es magnífico y su soledad sobrecogedora. Parece que aún resuena el fragor de la batalla. Existe allí un acogedor hotelito y se dice que es posible encontrar todavía, ocultas en el oscuro suelo, puntas de flecha y lanza, recuerdo arqueológico de aquella gesta inolvidable.
Andrés Gambra