San Francisco Javier, uno de los santos más prodigiosos

Cada año, el segundo domingo de marzo se lleva a cabo la Javierada de Nuevo Baztán, edición en Madrid de la Javierada Grande de Navarra. La Javierada se articula en torno a dos realidades venerables: la figura de San Francisco Javier, uno de los santos más portentosos de la Historia, y el ideal de peregrinatio, que es un antiquísimo modo de ponerse al servicio de Dios, emulando los pasos de nuestro Señor hasta el Calvario. Francisco Javier encarnó como pocos, apasionadamente, el ejercicio de la peregrinación orientada hacia la misión, es decir, a la predicación del mensaje de Cristo. Su figura conecta espiritualmente, dando continuidad en el tiempo a uno de los vectores esenciales de la catolicidad, con un precedente que tenía mil años de antigüedad cuando él, Javier, zarpaba hacia Oriente desde Lisboa en abril de 1541: el movimiento de peregrinación “por el nombre del Señor”, protagonizado por monjes irlandeses y británicos de los siglos VI y VII (San Columbano, San Bonifacio, San Willibrordo, San Wilfrido), que desembarcaron en el Continente, abandonando sus patrias insulares, para “llevar a Cristo a quienes no lo conocían” y poner así los cimientos de la Europa cristiana. Con San Francisco Javier la misión adquiere una dimensión nueva, enteramente universal.

Fuente principal para conocer a San Francisco Javier son sus cartas, extensas y redactadas con gran viveza. “Este es mi vicio”, confiesa refiriéndose a su afición por la pluma, siendo así que las cartas constituyen para él un instrumento de trabajo imprescindible. Se ha dicho de ellas que “rezuman a Ejercicios”, a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, fuente permanente de inspiración y discernimiento para el gran misionero navarro. Sus cartas nos informan de que Francisco Javier, como antídoto a la tremenda dureza de su vida, la soledad y la angustia, fue capaz de crear para sí, gracias a su poderosa imaginación, una “morada interior” en la que estaban presentes sus hermanos de religión e ideales a pesar de las enormes distancias. A través de las cartas se comunica con ellos y les transmite instrucciones y vivencias de su prodigiosa gesta Dei. Sus cartas han servido de inspiración permanente para todos los misioneros de la edad moderna: San Felipe Neri las leyó, y se hubiese marchado con sus oratorianos a las Indias de no ser porque el Papa le indicó que “sus Indias” estaban en Roma; y San Vicente de Paúl, cuando envió a Madagascar en 1648 a sus primeros hijos, les señaló las cartas de Francisco Javier como modelo de inspiración

De San Francisco Javier nos ha dejado el Padre Texeira un retrato sugestivo: “Era el P. Maestro Francisco de estatura antes grande que pequeña, el rostro bien proporcionado, alegre y de muy buena gracia; los ojos negros, la frente larga, el cabello y barba negros. Iba siempre con los ojos puestos en el cielo, con cuya vista dicen que hallaba particular consuelo y alegría, como de patria a donde pensaba ir; y así andaba, su rostro alegre e inflamado, que causaba mucha alegría a todos los que le veían. Era muy afable para con los de fuera, alegre y familiar para con los de casa, especialmente para con aquéllos que entendía ser humildes y sinceros y que de sí tenían poca opinión y estima; más por el contrario se mostraba severo, grave y algunas veces riguroso par con los altivos”.

La vida apostólica de San Francisco Javier fue un infatigable ejercicio de predicación de la fe. Sentía que Dios lo llamaba a misiones en tierras desconocidas y que no ir equivalía a desconfiar del Dios que le estaba dando la vida. “Ciegamente, confiando solo en Dios, el único que ha vencido a los demonios y ha puesto orden en el caos de la naturaleza creada, se lanzó a las más arriesgadas misiones” escribe Alfredo Verdoy S.I. en un sugestivo libro titulado San Francisco Javier. El molinero de Dios (editorial Desclée de Brouwer, 2006). En las cartas de San Francisco Javier encontramos, maravillosamente expresados, su criterio de vida y el solaz de su existencia: “¡Que descanso vivir muriendo cada día, por ir contra nuestro propio querer, buscando no los propios intereses, sino los de Jesucristo!”.

Fue Javier un trabajador infatigable y un gran “sentidor de Dios”, consumado maestro en llevar a la vida práctica lo que había sentido en su alma, lo que él llama las “mercedes” del Señor. Por el día trabajaba sin tasa, entregado a la catequesis y a la predicación, a la atención a los enfermos, a los menesterosos y a los encarcelados. Aprovecha las horas de sueño para orar: solía vérsele “velando la mayor parte de la noche, ante el crucifijo, en profunda oración a su Salvador crucificado”. En esa actitud figura en la talla que se conserva en la iglesia de San Fermín de los Navarros, obra del roncalés Fructuoso Orduna; otra talla del santo, en gesto de oración arrebatada, obra del gran escultor Luis Salvador Carmona, propiedad que fue también de la Real Congregación, se perdió durante la Guerra Civil. Desde el comienzo de su actividad misionera, el método de Javier consistió en el consuelo espiritual y el agotamiento físico, “binomio inseparable en el modo de evangelizar y ser de Javier”.

La llegada de Francisco Javier a Goa en 1542 supuso un cambio de orientación decisivo en las misiones en la India portuguesa. Obtuvo grandes éxitos, a la vez que desarrolla una metodología catequética propia. Se dirige a los niños, con la intención de llegar a los adultos. Todo lo hace dialogando o cantando, en una lengua medio portuguesa medio india que era la lingua franca de los puertos. Pero la llamada de Dios le impulsa hacia países mucho más lejanos, en empresas cada vez más arriesgadas. Desde el sur de la India – costas malabar y de Pesquería-, se dirigió a Malaca, y, de allí, a las islas Molucas y al Japón.
Su último empeño fue la inmensa China, “por la mucha disposición que me dicen todos que hay en aquellas partes para acrecentarse nuestra santa fe”. El 3 de diciembre de 1552 murió, en tremenda soledad, en la deshabitada isla de Sancian (Shangchuan) cuando intentaba acceder al continente. Nunca perdió las esperanzas: “no sé yo qué sucederá, aunque tengo grande esperanza de que sucederá bien”. Los versículos finales del Te Deum (“In te Domine speravi, non confundar in aeternum”) fueron las últimas palabras de Francisco de Javier y constituyen una perfecta referencia para todos los creyentes en estos tiempos tan cambiantes y difíciles.

ANDRÉS GAMBRA